domingo, 16 de septiembre de 2012

JUAN MARTINS HABLA DE LOS PECES IRACUNDOS




Por: Juan Martins 
TeatroMundial.com, Venezuela

                    Esta pieza homónima ha sido, al ver su temporada en «La Casa del Artista», un encuentro con el buen gusto teatral. Me refiero que desde una modesta postura del espectáculo se alcanza a estructurar un espacio escénico que nos deleita ante nuestro compromiso como espectadores. Orlando Ascanio, en la dirección general y en la versión del texto, compone desde sus lugares comunes una modalidad del lenguaje teatral el cual va construyendo desde el discurso las características de la puesta en escena. Esto quiere decir que el espectador representa, junto con el actor, lo que tenemos como obra, en tanto a la relación de texto y actor. Éste, a un tiempo, codifica las formas presente de la palabra —del texto dramático— en una expresión a veces ininteligible pero segura de su sentido y, por consecuencia, de lo que comunica. Entonces es cuando los actores —quienes representan voces verbales antes que parlamento— «dicen» al público lo que van edificando sobre el escenario. Es curioso que cuando el texto se nos exhibe de forma convencional es porque se nos va «escribiendo» en la obra, definiendo su representación desde el actor para el espectador. El único precepto será la necesidad orgánica que tenga sus actores. A partir de aquí, Ascanio elabora un cuidado casi artesanal de ese uso del actor sobre el escenario. De esta manera los actores se representan por medio de los vestuarios —si se quiere algo circenses—, pero alienados en un estilo, otorgándole su plasticidad sobre los colores y el uso de la expresión corporal como límite del juego verbal, la atmósfera, la gracia, el sonido gutural y finalmente el canto improvisado como expresión del ritmo que le impone este modelo de representar y es, además, en el que cree firmemente Ascanio y sus actores. Hecho completamente legitimo a la hora de usar lugares comunes.

                Los actores mantienen su responsabilidad ante el espacio escénico con modestia, al componer esa línea de la representación en el que el juego y la gracia, insistimos, se impone por encima del discurso del texto, aun de sus aspectos paradigmáticos como lo son la concepción del arte, de la vida y del país, lo cual le confiere a la obra la irreverencia que constituye toda postura teatral contemporánea.

               Los cinco actores signaban, cada uno desde su discurso verbal, una visión del arte y la política ante la noción de lo representado y de lo que nos quiere decir su director: pocos recursos para disponer de una ambición conceptual y completa: el teatro total como unidad de significación. Me explico, los actores no representaban a personajes definidos. Todo lo contrario, eran pequeñas identidades que se unificaban mediante aquél texto.

             Así que, por ejemplo, Luis Enrique Torres nos mostró un dominio corporal que iba unificando su relación con el resto de los actores. Los colores de sus vestuarios (como mínima unidad de significación) verde, naranja, grises representaban estados de ánimo los cuales exigían dominio «orgánico» sobre el escenario, donde la constante es el ritmo en el movimiento del actor y en el sonido gutural que producen al hablar. Como puede entenderse, todos esos niveles emocionales requieren una disposición orgánica cuya plasticidad lleve al actor de la emoción a una forma clara e inteligible para el espectador. Un teatro orgánico porque es el cuerpo quien identifica el lenguaje. Y eso se requirió de los actores, una energía muy especial que se pudo notar en la disposición de equipo, permitiendo que lo gracioso —como estructura de comedia— dominara la escena. El resto de los actores lleva muy bien estos signos y los (des)codifica en el conjunto de la actuación, puesto que Orlando Ascanio no teme al usar lugares comunes ni repetir recursos estéticos anteriores. ¿Qué poco nos puede importar a los espectadores cuando lo que tenemos ante nosotros es la satisfacción de ver un buen espectáculo? Nada. Ascanio nos presenta un buen espectáculo y eso es lo que importa. Quizá por esta razón el desarrollo actoral se organiza en su totalidad y no en su especificidad. Las particularidades actorales se dan en relación con aquélla unidad.

                 Si bien tenemos que destacar actor por actor, lo haríamos sólo en función de la totalidad de la representación. Difícilmente acentuamos alguna especificidad, pero si sus variantes y matices porque cada actor conduce, en su movimiento, el discurso de lo escenificado, fragmentando la presencia del actor en una suerte de momento escénico. Y los signos que usan para ello son precisos: el maquillaje, el vestuario y el gesto nos conducen a un único sentido: el juglar. Se nos representan personajes codificados por el género del circo como mecanismo de risa y gracia en esta, ahora definida, comedia. Sin lugar a dudas, una comedia.

               Unas veces más otras menos, los actores perfilan su gracia en la anécdota del relato teatral (a pesar de que aquí no se nos presenta una historia convencional). Lo que habría que evaluar es algunos desniveles actorales que no hicieron mayor mella en la puesta en escena hasta donde pudimos notarlo. Debemos recalcar en ello la actuación del joven Juan Luis Delgado quien mostró una estilística aplicada por el resto. Y esto es mérito del director. Lo hemos dicho: el ritmo en la gracia y la figura circense como búsqueda, en la comedia, de una reflexión del espectador. Lo Lúdico como relación de comunicación con el público. Los actores, mediante el vestuario, se representan en un acto cultural de cualquier pueblo, haciendo que la audiencia participe. Sobre esa línea nos mantienen los actores. En ocasiones reiteradamente, pero es parte inevitable de esa retórica del juego y la dispersión del habla.

             Hay que enfatizar en esta experiencia como un acto de valentía que se hace desde «la provincia de la provincia» como dice el propio Orlando Ascanio. Bien sabe éste, nuestro amigo, que no todo se queda aquí y debe continuar en la maduración del espectáculo. Sé que me exigirán —con mucha razón— el análisis de actor por actor, pero el poco espacio aquí no me permite extender el discurso, puesto que deseaba destacar, por ahora, los aspectos generales del espacio escénico o la puesta en escena. 

           Ante tanto efecto mediático y publicitario, tenemos con nosotros una lección de humildad y concepción estética. Una sentencia: el Teatro Estable de Villa de Cura tiene mucho que decirnos y mucho del que aprender a pesar de nuestra arrogancia.

Sitio web de la imagen: http://fundapuliti.blogspot.com/2009_02_01_archive.html

martes, 4 de septiembre de 2012

JUEGOS Y RECUERDOS



José Ángel Meléndez

 

José Meléndez en plena actuación.  Al fondo Luis Enrique Torres

                    La magia impregna el espacio, es como un juego de sugestiones que definitivamente invita a revisar detalle a detalle el escenario, donde se descubren los elementos bajo un halo de luz, que prepara la atmósfera de sueños y pasados. Fácilmente podemos descifrar la escena poética, Ascaniana que nos tiene acostumbrado a ver el Teatro Estable de Villa de Cura.
                   En estos 29 años de existencia han sido muchas las anécdotas y experiencias que nos han tocado vivir desde nuestra fundación el 9 de marzo de 1982.
                   Todos, sin lugar a dudas, los que hemos crecidos bajo este techo, hemos marcado huellas en el existir; han sido esos espejos rotos y baúles empolvados quienes han cargado el testimonio vivo de cada creación; de cada aplauso; de  cada mutis; la escenografía como el vestuario se nos han desgastado en el cuerpo, conservando siempre la ética, la mística de que el público no se entere de los que está detrás de estos telones; la realidad está allí en medio de ese oscuro pasillo, donde los ecos se expanden y la crisis económica y social, de hacer teatro, de ser artista en Villa de Cura. Cobran y exigen un duro sacrificio; noches  insomnes,  desvelo; el cansancio agotador de los jóvenes actores que durante casi tres décadas, hemos permanecido allí, frente a un público que exige un buen espectáculo, creyendo en el arte, creyendo en el teatro.
  
               Sueños, que bajo la mirada de Gardel nos han acompañados con un olor a carne roída, que corren por una escalera de emergencia, espectros de divos, que como muchos de esos recuerdos, transitan como juegos en la soledad perenne, dados por ese  aliento de ese público que pide que se repita una próxima temporada, y que se pueda escuchar entre los asistentes el murmullo de un bravo, que insta a repetir la obra. Son ellos quienes han sido consecuentes durante estos años.

               Hablar del Teatro Estable es para mí hablar de mi vida, en él crecí y me hice hombre, artista, a Dios y a él, le debo lo poco o lo mucho que puedo ser, hacer, pensar, decir, actuar...en fin, es la gran escuela. En él me formé oyendo viejos boleros que recuerdan dictadura; en él aprendí a ocultar la tristeza corriendo por detrás de esos telones cerrados,…….. por medio de esas butacas vacías,….. en aquel desarreglado camerino……. En él crecí y me hice hombre, no dejando de ser niño.
           Como errantes pasajeros hemos caminado San Francisco, Magdaleno y la Villa, con nuestras melodías, ni ton ni son bajo la lluvia, y esa pálida magnolia que muchas veces nos han invadido en busca de una sede propia, en busca de una reivindicación humana, justa.
           Esta escena nos ha tocado representar quienes protagonizamos la verdadera obra, el verdadero texto que no se representa sino que se vive, como postales de sombra que nos invita a correr a los espejos, sabiendo que el tiempo es el gran enemigo, pero ese deseo de experimentar nuevas emociones nos ha llevado hasta esta fecha. Sin embargo, afuera hay un horrible vacío digo yo ahora.

           Los personajes necesitan de un espacio físico, reclaman a voces su atención. Sería muy triste que un día de estos tengamos que cerrar definitivamente el telón; Chejov, Oneill, Moliere, Strinberg, Shakespeare, quieren hablar, pero necesitan un espacio, un escenario propio.
           Nací en  Villa de Cura, un martes dos de diciembre de mil novecientos setenta y dos, aproximadamente como a la una  y media de la tarde en el hospital Dr. Rangel, día de santa Bibiana, según el calendario eclesiástico, y dicen que los nacidos los primeros días de este mes están bajo el signo de sagitario. Crecí rodeado en un ambiente artístico y religioso, mi primer regalo de niño Jesús, fue un cuatro, regalo que me obsequio mi abuela María Meléndez. Esa pasión por el arte  comienza en mi infancia. Estuve rodeado de músicos y poetas. El interés por la música despertaba  en mí, y gracias a Dios que conté con una madre que siempre me apoyó  en todo desde un principio. A los siete años charrasqueaba el cuatro guiado de la mano de mis primeros maestros: Mauricio Conoropo King, Revilla y Cheo Díaz, quienes en tertulias familiares  se dejaban acompañar por el niño aprendiz.
            A pesar de mi  inocencia me desarrollé en un mundo artístico, ya que mi familia hacía énfasis en formar al pequeño José Ángel, como un futuro músico. Mi niñez, fue normal, entre juguetes y caricias de mi madre y familiares, formado con buena educación y principios morales.
           La música no dejaba de ser mi vocación, a la vez crecía el sueño de pertenecer a los Niños Cantores de Villa de Cura, uno de los coros más importante del país  y del mundo. Hay una anécdota clave,  Los Niños Cantores, estaban cumpliendo 10 años de fundado y realizaron un concierto en la plaza Miranda frente a la iglesia, eso fue inolvidable, le dije a mi mamá, yo quiero estar allí ,en verdad era mi sueño  y dos  años más tarde fui seleccionado   para entrar a participar en el coro. Comenzaba una nueva etapa musical y por demás religiosa, ya que esta institución es dirigida por  un sacerdote, El Pbro. Salvador Rodrigo, a quien le agradezco mucho. Allí aprendió a conocer la música en un sentido más amplio, estudiando teoría y solfeo, canto, algo de violín y piano. Ser un niño cantor significa lo más grande para  un villacurano.
            En la Escuela de los Niños Cantores, permanecí hasta que me hice un adolescente. Aunque mi trabajo musical no fue específicamente en los Niños Cantores, ya que los pocos  ocho años  de edad comencé mi trabajo comunitario como líder,  organizando un grupo de parrandas, que le puse por nombre Caroní, pequeña agrupación que permaneció algunos años alegrando a los hogares en  las navidades. Años más tarde  con esos mismos muchachos de Aragüita fundamos un grupo de tambor.
         No descartaba la inquietud por las otras ramas del arte, desde pequeño sentí  la inquietud por la interpretación o representación de personajes, jugábamos  entre  primos y mi  hermana Betzy a personificar situaciones de la vida diaria, más que todo el ritual litúrgico, siempre realizaba el papel del sacerdote y todos los demás niños participantes, los feligreses que acudían a la misa.
            A los 14 años doy rienda suelta a la magia del teatro y la danza, mi madre se opuso rotundamente a la idea del teatro,  ya que su negativa era tan insistente decidí irme de la casa, para  vivir en el teatro. Regresé cual hijo prodigo cinco años  más tarde.
            Ya son casi 23 años de vida teatral, formándome con los mejores maestros de Venezuela.  Años de constancia y de lucha, de pena y éxitos, logrando premios y diversos reconocimientos por mi labor como actor y formador de nuevos talentos. Experiencia que por sentido nato vengo desempeñando. El teatro abrió las puertas al: fotógrafo, director, poeta, dramaturgo y pintor que estaba escondido, develando en el diafragma de mi perspectiva lo real de un mundo visual interno que se desarrolla continuamente.
               Es precisamente  el  “Teatro Estable de Villa de Cura”, que me da la oportunidad de incursionar en el mundo de las tablas, universo que hasta el presente estoy sumergido. Con  el Teatro Estable de Villa de Cura, han sido muchos los logros y éxitos, desde  el año de 1987. En él aprendí, me formé y me  capacité. Creo que ha sido la gran escuela de mi vida. La formación ha estado siempre de  mi mano  realizando talleres y cursos de mejoramiento profesional de: más de cuarenta talleres cursos y una montaña de experiencias y vivencias.            
              Formé parte del Teatro Nacional Juvenil de Venezuela, red de teatro que fundara el desaparecido Carlos Jiménez, director y fundador de la Compañía Rajatabla y que dirigiera Pilar Romero, allí me gané mi primer Premio Nacional, como mejor actor de Venezuela, gracias a aquel memorable personaje que hiciera  en una obra escrita y dirigida por el maestro Orlando Ascanio, “Divas”, Gracias al Teatro Estable.
Finalizaba la década de los ochenta, para el año de 1988, cuando forme parte del  cuerpo de baile de “Danzas Caribai”, agrupación donde compartí gran parte de mi juventud, viajes, y  muchas anécdotas inolvidables.
            No solamente  se dedicó a la danza nacionalista si no, también incursionó en la danza    contemporánea, realizando talleres con DANZAHOY, en el Teatro Teresa Carreño Caracas, en el Instituto Superior de Danza, Caracas, Acción Colectiva, Danza Contemporánea de Aragua, CEDANCO, tendiendo como maestros a: Adriana y Luz Urdaneta, Jacques Broquet, Luís Viana, Yulie Brasley, Julio Cesar Alfonso, Andrés Oropeza, entre otros.

          Pero es el teatro donde conozco  la  profundidad del arte, esta escuela me ha permitido descubrir la realidad de la vida, el hombre y su entorno. Es en el teatro donde logro afirmar mi vida profesional.
        En este transitar de pasos he tenido gran pasión por la enseñanza, desde muy pequeño lo  que he  hecho  es dar clases. He dictado más de 100  talleres a nivel regional, local y nacional. Una larga lista de instituciones, agrupaciones. Esta ha sido una de mis tareas, la formación de nuevos talentos, mi pasión está allí, dando clases.

         A lo largo  de estos 28 años de luchador social he visto el proceso humano desde diferentes ángulos porque he tenido la dicha de dirigir  algunos coros, grupos de teatro, de música, y danza. Fui director de Cultura del Municipio Zamora, Villa de Cura Estado Aragua por  siete meses en el año 99,  creo que hice el esfuerzo para levantar aquella casa de cultura “Rafael Bolívar Coronado”, Hacer un público con una programación continua, buenos espectáculos para todos los gustos y edades, una verdadera revolución cultural para la época, con una política de descentralización. Desgraciadamente el alcalde de turno, como muchos en la actualidad no han entendido que la cultura es prioridad para el desarrollo de un país. He escrito y compuesto algunos temas musicales, varias obras de teatro, algunos  poemas, ensayos y  soy colaborador  de la revista Expresión, El Aragüeño, La Antena, Hoy, Últimas Noticias  y otros diarios de circulación Nacional.
          Dentro de este contexto humano siempre  han estado el grupo de amigos,  ellos también forman parte del juego, todos artistas, intelectuales, quienes han aportado parte de sus conocimientos al perfeccionamiento de lo que hoy soy, no los puedo nombrar a todos, Adolfo Tosta, Angélica Llovera, Douglas Regalado, Oswaldo González, Nerio Báez,  Kristel Güirado, Aly Pérez, Elías Álvarez, Félix González, Jesús Córdova, Romano Matute, Cesar Sarmiento, Juan Carlos Chinea, Reinaldo Álvarez, Antonio Pérez, Chencho Adámes, Luis Enrique Torres, Orlando Ascanio, mi Gran Maestro y un largo etcétera, sin duda mi circulo de socialización está íntimamente ligado a las artes. 
            Tengo guardado en algún baúl de mi casa, viejas melancolías de esas que se agarran a las paredes, reconocimientos por parte del sector que dignamente represento, diplomas, condecoraciones. Aunque muchas veces he preferido pasar anónimo para  que otros se lleven los honores, dejando en la memoria colectiva la última palabra, porque estoy seguro que cuando yo cante no habrá duda  en mis romanzas. Antes de ir a los escombros viles he tenido las manos firmes y entre ellas esas recientes manchas  de amargos juramentos politiqueros que  han tratado de confundir al  hacedor de cultural. Nadie podrá agitar su ira en mi ventana. Ni me habrá de culpar porque en sus  ojos comience la nostalgia. Aquí estoy  intacto. Nada puede agitarme, nada pudo agrietarme, nada pudo quitarme mi ternura y mi sueño. Pero a veces sonrío frente algún viejo estanque y una rara tristeza se burla de mi rostro.
           Traigo mis maletas cargadas de sueños y de experiencias por estos años vividos, dispuesto a compartir y dar lo mejor de mí, sin reservas ni egoísmos. Traigo un vagón lleno de ilusiones que estoy seguro que se plasmaran en el lienzo de la vida real. Vivo  acompañado de la melancolía de mi vieja guitarra, donde trascurro las noches recitando algún poema, reinventando historias, abrazando la esperanza de que algún día veré los ojos del maestro, al lado de mis seis hijos, mirando todos los días bajo el lente de la cámara la realidad de mi país, descubriendo gestos, jugando con el recuerdo con el ir y venir del tiempo.
            El tren se marcha, y los actores yacen sobre el escenario, sus trajes un poco ya desgastados. El director ha vomitado todo su talento, buscando en los espejos una razón para justificar a los que nos abandonan; buscando en las noches una repuesta; en esos amaneceres de júbilo, en el más oculto recodo de la vida, pensando un poco en ese público que nos aplaude; en las deudas y el gran compromiso ante un equipo de jóvenes actores que reclaman el derecho a ser formados, a seguir creciendo como seres vivos, como niños, como venezolanos.

COMENTARIOS A ESTA ENTRADA:
Por: Anónimo
4 de septiembre de 2012 17:30
No estoy de acuerdo con muchas cosas dichas en esta sesión



sábado, 1 de septiembre de 2012

LA MISTERIOSA CASITA DE CORONEL


Luis Enrique Torres

     Los primeros días de infancia el Niño los pasó en una casa en la que vivió durante nueve años con sus padres y sus dos hermanas. Era un lugar gigante para un ser de pequeña estatura. Allí transcurrieron los más hermosos años de su vida, hasta los diez años de edad, cuando sus padres, cansados del alquiler, compraron una casa cercana, que perteneció a una maestra jubilada que vivía y venía de Caracas todos los fines de semana. 
     El Niño ignoraba que aquella calle donde crecía, quedaba a la entrada del pueblo, viniendo de Maracay; realmente ignoraba qué era Maracay, donde casi todos los fines de semana su padre solía llevarlos a los museos y parques en su escarabajo amarillo. 
     La comunidad del Niño se había formado antes, poco a poco, a las afueras del centro del pueblo; hoy no se distingue casi donde termina uno para comenzar a identificar el otro. Él, el Niño, al salir de su casa, se movía en pocas direcciones; al frente quedaba la casa de Felipa, tía de su mamá, donde jugaba y correteaba con algunos primos; a la derecha, la de sus vecinos, hijos de isleños españoles, y a la izquierda, la casa de la señora Mercedes, pero allí no entraba, juraba con todos los niños del sector, que ella era una hechicera. 
      Caminando más abajo hacia la izquierda, quedaba un lugar, del que el Niño tenía la certeza que detrás de el estaba el fin de la tierra, donde no había sino un gran precipicio, límite en su idea plana del mundo; y que con el tiempo, al iniciar la primaria, descubrió que era una escuela y para qué servía. Aún existe, con el nombre del poeta venezolano “Juan Antonio Pérez Bonalde”, fundada por una maestra, también vecina del lugar. 
     Ahora el Niño piensa en sus primeros cinco años de edad. Insiste consigo mismo en que fueron los mejores años, donde sin pensar, la biología de su cuerpo experimentaba nuevos espacios mientras las emociones cursaban el camino de la inocencia. Descubrió así que aquel sitio donde terminaba la vida y negado a conocer hasta cumplir los cinco años de edad, daba en dirección contraria a la casa de los Torres, donde vivían los hermanos de su madre, que lo cuidaron mientras ella y su esposo trabajaban.
     Ese Niño, de pronto en la soledad del jardín en pleno mediodía, imaginó que detrás de aquel lugar con nombre de poeta donde terminaba el mundo, también podían transitar jinetes del lejano oeste, propios de los western norteamericanos, o que del cielo, siguiendo una forma de cúpula podía concluir su trayectoria un gran cristal que cubría las nubes, por donde siempre se detenía a observar y a esperar con disimulo, la presencia de algún dios griego de las películas, o de algún ángel como los que le contaba su abuela paterna, Elisa. 
     En un momento de su infancia, el Niño supo de la existencia de Coronel, fallecido ya para entonces; un viejo tío de su mamá que vivió solo en una pequeña habitación apartada en el patio de la casa de su tía Berta, y es que las casas de sus tíos estaban unidas por un patio que compartían entre grandes árboles y por donde todos los menores jugaban, recorriendo cuatro casas de un solo brinco o de un solo grito.
     La casa de Coronel, que durante la infancia del Niño siguió de pie, era en su imaginación, la representación de un “templo en medio del desierto”, ese patio donde las más grandes e inimaginables aventuras de héroes logró construir con sus primos; pero siempre allí seguía la misteriosa casita, cerrada. El recuerdo de Coronel en la mente del Niño es vago, pasa en un segundo, quizás tendría dos o tres años de edad, cuando lo miró de espaldas, encorvado, con su sombrero pelo e guama, entrando y cerrando esa, su casita, casi en blanco y negro él, y ella sepia. Con el tiempo se enteró que Coronel murió en esa habitación, de vejez…quizás.
     Con los años, algunos grandes árboles cayeron, hoy para el Niño inexplicablemente; luego aparecieron cercas, rejas; la familia crecía, se dividía. En un buen pedazo de tierra se erigió un galpón para guardar autobuses, que sus nuevos dueños construyeron sin derrumbar la casita del viejo Coronel; pero allí el Niño ya no podía entrar, ni en las demás casas sino, solamente después de tocar la puerta principal o llamar por una ventana. La gente comenzaba a ausentarse.
     Finalizando la primaria, un primo que estudiaba con él lo invitó a participar en una obra de teatro en su comunidad, que dirigía una señora llamada Katy. La obra no se estrenó, pero quedaron las ganas de seguir ensayando y jugar al teatro. Y al iniciar el bachillerato el Niño se inició en el club liceísta de teatro, donde se ensayó mucho pero no se representó nada ante un público; si embargo, allí supo de la existencia en el centro del pueblo de un grupo llamado Teatro Estable de Villa de Cura, aunque ya lo presentía. 
     Se inscribió en el taller de formación de esa agrupación; recorrió con su mirada el amarre de los telones de papel pintados de negro, un perchero de madera con algunos sombreros, las latas de leche también negras que iluminaban el escenario, un piso rústico con líneas marcadas, nuevos compañeros, profesores, y al director, un gordito con aspecto de señor molesto, serio, instalado en un mesón, pensativo, e ideando tal vez, quién sabe qué, en ese entonces. Era un lugar misterioso, mágico, donde el Niño estuvo poco tiempo, ya que por las presiones familiares tuvo que retirarse. Decía su padre que dejaría los estudios, pero el Niño sabía que todo radicaba en el temor de que se desviaría de la vida que le tenían reservada.
     Finalmente el Niño dejó el taller del grupo para irse a sembrar plantas en el jardín de su casa mientras buscaba mostrar una justificación a lo que sentía y que no era otra cosa que un leve estado de tristeza; pero siguió jugando al teatro en el liceo, luego mientras iniciaba sus estudios universitarios, después haciendo un curso aquí, otro allá, fuera de su pueblo; hasta que, cansado de viajar buscando lo que podía tener cerca, ya más grande, dueño de sus acciones y aburrido de que lo siguieran llamando Niño, decidió volver al Estable.
     Dejó sus estudios universitarios para dedicarse por completo al teatro, se fue llevando su equipaje, mudándose diariamente sin darse cuenta, y al año estrenando dos obras y a los siguientes otras más, participando además como productor en la creación de otra agrupación en convenio con el Teatro Estable; lo que propició la mudanza de ambas instituciones a otro espacio, único para la actividad teatral.
     Después de tanto buscar, la mudanza se hizo a un lugar en la calle “Pérez Bonalde”, trasversal a la escuela con el mismo nombre, en el sector los Coloraditos de Villa de Cura. Se trataba del galpón de autobuses, para entonces desocupado, construido en el mismo patio de los tíos y primos, de los héroes, dioses, ángeles y vaqueros del Niño, y de vez en cuando del escarabajo amarillo de su padre; allí, donde entonces faltaba la sombra de algunos árboles y quedaba aún la casita de Coronel, aquel encorvado anciano en la entrada de sus primeros recuerdos .
     En ese nuevo espacio se levantaron y siguen levantándose grandes sueños y fructíferas realidades; La Señora N, Cerrado por Inventario, Los Fans de Pessima Pornot, Petición de Mano, A Petición del Público; Coromotico, Júpiter y yo; Ir y Venir, Los Peces Iracundos, Postdata, Los Invasores, y otras historias iluminadas con las mismas latas de leche y el olor a caca de gatos en el patio.
     Por ahí pasaron, transitan y hacen sonar todavía sus suelas y tacones, grandes amigos y compañeros: los que se quedaron y los que se fueron, los que no volverán y los que, quizás, regresen. Allí también sigue la presencia de un pasado que el Niño no vivió pero que su maestro Orlando Ascanio, aquel señor gordito y serio, ha compartido con todos sus alumnos, como historia de vida que sustenta muchas de sus puestas en escena.
     El Niño, harto que le llamen Niño, regresa todos los fines de semana a ese mismo lugar, igual como cuando cursó su licenciatura de teatro en la Universidad Nacional Experimental de las Artes, en Caracas, donde actualmente es docente. El Niño, perdón, él…cree que no ha perdido su identidad, a pesar que no define en qué parte reside realmente: en ese, su pueblo donde sigue haciendo teatro, o en aquella ciudad, en la que presta un servicio que es remunerado.  
     El Niño ya no corre por aquel patio llenando sus zapatos de polvo y trepando árboles que ahora no existen; ese Niño, Luis Enrique, que al fin logró entrar en la misteriosa casita de Coronel, y está en ella frente a un computador terminando de escribir esto…está un poco pensativo…quizás por el alquiler de la casa, por lo caliente de la sala de teatro o quizás por algunos silencios no justificados…

Luis Enrique Torres