sábado, 1 de septiembre de 2012

LA MISTERIOSA CASITA DE CORONEL


Luis Enrique Torres

     Los primeros días de infancia el Niño los pasó en una casa en la que vivió durante nueve años con sus padres y sus dos hermanas. Era un lugar gigante para un ser de pequeña estatura. Allí transcurrieron los más hermosos años de su vida, hasta los diez años de edad, cuando sus padres, cansados del alquiler, compraron una casa cercana, que perteneció a una maestra jubilada que vivía y venía de Caracas todos los fines de semana. 
     El Niño ignoraba que aquella calle donde crecía, quedaba a la entrada del pueblo, viniendo de Maracay; realmente ignoraba qué era Maracay, donde casi todos los fines de semana su padre solía llevarlos a los museos y parques en su escarabajo amarillo. 
     La comunidad del Niño se había formado antes, poco a poco, a las afueras del centro del pueblo; hoy no se distingue casi donde termina uno para comenzar a identificar el otro. Él, el Niño, al salir de su casa, se movía en pocas direcciones; al frente quedaba la casa de Felipa, tía de su mamá, donde jugaba y correteaba con algunos primos; a la derecha, la de sus vecinos, hijos de isleños españoles, y a la izquierda, la casa de la señora Mercedes, pero allí no entraba, juraba con todos los niños del sector, que ella era una hechicera. 
      Caminando más abajo hacia la izquierda, quedaba un lugar, del que el Niño tenía la certeza que detrás de el estaba el fin de la tierra, donde no había sino un gran precipicio, límite en su idea plana del mundo; y que con el tiempo, al iniciar la primaria, descubrió que era una escuela y para qué servía. Aún existe, con el nombre del poeta venezolano “Juan Antonio Pérez Bonalde”, fundada por una maestra, también vecina del lugar. 
     Ahora el Niño piensa en sus primeros cinco años de edad. Insiste consigo mismo en que fueron los mejores años, donde sin pensar, la biología de su cuerpo experimentaba nuevos espacios mientras las emociones cursaban el camino de la inocencia. Descubrió así que aquel sitio donde terminaba la vida y negado a conocer hasta cumplir los cinco años de edad, daba en dirección contraria a la casa de los Torres, donde vivían los hermanos de su madre, que lo cuidaron mientras ella y su esposo trabajaban.
     Ese Niño, de pronto en la soledad del jardín en pleno mediodía, imaginó que detrás de aquel lugar con nombre de poeta donde terminaba el mundo, también podían transitar jinetes del lejano oeste, propios de los western norteamericanos, o que del cielo, siguiendo una forma de cúpula podía concluir su trayectoria un gran cristal que cubría las nubes, por donde siempre se detenía a observar y a esperar con disimulo, la presencia de algún dios griego de las películas, o de algún ángel como los que le contaba su abuela paterna, Elisa. 
     En un momento de su infancia, el Niño supo de la existencia de Coronel, fallecido ya para entonces; un viejo tío de su mamá que vivió solo en una pequeña habitación apartada en el patio de la casa de su tía Berta, y es que las casas de sus tíos estaban unidas por un patio que compartían entre grandes árboles y por donde todos los menores jugaban, recorriendo cuatro casas de un solo brinco o de un solo grito.
     La casa de Coronel, que durante la infancia del Niño siguió de pie, era en su imaginación, la representación de un “templo en medio del desierto”, ese patio donde las más grandes e inimaginables aventuras de héroes logró construir con sus primos; pero siempre allí seguía la misteriosa casita, cerrada. El recuerdo de Coronel en la mente del Niño es vago, pasa en un segundo, quizás tendría dos o tres años de edad, cuando lo miró de espaldas, encorvado, con su sombrero pelo e guama, entrando y cerrando esa, su casita, casi en blanco y negro él, y ella sepia. Con el tiempo se enteró que Coronel murió en esa habitación, de vejez…quizás.
     Con los años, algunos grandes árboles cayeron, hoy para el Niño inexplicablemente; luego aparecieron cercas, rejas; la familia crecía, se dividía. En un buen pedazo de tierra se erigió un galpón para guardar autobuses, que sus nuevos dueños construyeron sin derrumbar la casita del viejo Coronel; pero allí el Niño ya no podía entrar, ni en las demás casas sino, solamente después de tocar la puerta principal o llamar por una ventana. La gente comenzaba a ausentarse.
     Finalizando la primaria, un primo que estudiaba con él lo invitó a participar en una obra de teatro en su comunidad, que dirigía una señora llamada Katy. La obra no se estrenó, pero quedaron las ganas de seguir ensayando y jugar al teatro. Y al iniciar el bachillerato el Niño se inició en el club liceísta de teatro, donde se ensayó mucho pero no se representó nada ante un público; si embargo, allí supo de la existencia en el centro del pueblo de un grupo llamado Teatro Estable de Villa de Cura, aunque ya lo presentía. 
     Se inscribió en el taller de formación de esa agrupación; recorrió con su mirada el amarre de los telones de papel pintados de negro, un perchero de madera con algunos sombreros, las latas de leche también negras que iluminaban el escenario, un piso rústico con líneas marcadas, nuevos compañeros, profesores, y al director, un gordito con aspecto de señor molesto, serio, instalado en un mesón, pensativo, e ideando tal vez, quién sabe qué, en ese entonces. Era un lugar misterioso, mágico, donde el Niño estuvo poco tiempo, ya que por las presiones familiares tuvo que retirarse. Decía su padre que dejaría los estudios, pero el Niño sabía que todo radicaba en el temor de que se desviaría de la vida que le tenían reservada.
     Finalmente el Niño dejó el taller del grupo para irse a sembrar plantas en el jardín de su casa mientras buscaba mostrar una justificación a lo que sentía y que no era otra cosa que un leve estado de tristeza; pero siguió jugando al teatro en el liceo, luego mientras iniciaba sus estudios universitarios, después haciendo un curso aquí, otro allá, fuera de su pueblo; hasta que, cansado de viajar buscando lo que podía tener cerca, ya más grande, dueño de sus acciones y aburrido de que lo siguieran llamando Niño, decidió volver al Estable.
     Dejó sus estudios universitarios para dedicarse por completo al teatro, se fue llevando su equipaje, mudándose diariamente sin darse cuenta, y al año estrenando dos obras y a los siguientes otras más, participando además como productor en la creación de otra agrupación en convenio con el Teatro Estable; lo que propició la mudanza de ambas instituciones a otro espacio, único para la actividad teatral.
     Después de tanto buscar, la mudanza se hizo a un lugar en la calle “Pérez Bonalde”, trasversal a la escuela con el mismo nombre, en el sector los Coloraditos de Villa de Cura. Se trataba del galpón de autobuses, para entonces desocupado, construido en el mismo patio de los tíos y primos, de los héroes, dioses, ángeles y vaqueros del Niño, y de vez en cuando del escarabajo amarillo de su padre; allí, donde entonces faltaba la sombra de algunos árboles y quedaba aún la casita de Coronel, aquel encorvado anciano en la entrada de sus primeros recuerdos .
     En ese nuevo espacio se levantaron y siguen levantándose grandes sueños y fructíferas realidades; La Señora N, Cerrado por Inventario, Los Fans de Pessima Pornot, Petición de Mano, A Petición del Público; Coromotico, Júpiter y yo; Ir y Venir, Los Peces Iracundos, Postdata, Los Invasores, y otras historias iluminadas con las mismas latas de leche y el olor a caca de gatos en el patio.
     Por ahí pasaron, transitan y hacen sonar todavía sus suelas y tacones, grandes amigos y compañeros: los que se quedaron y los que se fueron, los que no volverán y los que, quizás, regresen. Allí también sigue la presencia de un pasado que el Niño no vivió pero que su maestro Orlando Ascanio, aquel señor gordito y serio, ha compartido con todos sus alumnos, como historia de vida que sustenta muchas de sus puestas en escena.
     El Niño, harto que le llamen Niño, regresa todos los fines de semana a ese mismo lugar, igual como cuando cursó su licenciatura de teatro en la Universidad Nacional Experimental de las Artes, en Caracas, donde actualmente es docente. El Niño, perdón, él…cree que no ha perdido su identidad, a pesar que no define en qué parte reside realmente: en ese, su pueblo donde sigue haciendo teatro, o en aquella ciudad, en la que presta un servicio que es remunerado.  
     El Niño ya no corre por aquel patio llenando sus zapatos de polvo y trepando árboles que ahora no existen; ese Niño, Luis Enrique, que al fin logró entrar en la misteriosa casita de Coronel, y está en ella frente a un computador terminando de escribir esto…está un poco pensativo…quizás por el alquiler de la casa, por lo caliente de la sala de teatro o quizás por algunos silencios no justificados…

Luis Enrique Torres



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